04 noviembre 2015

Vendedora de rosas, La., de Víctor Gaviria

Francisco Peña.



Anochece en la ciudad colombiana de Medellín el 23 de diciembre... La pequeña fauna de niños de la calle surge del anonimato de la multitud y se concentra en los lugares de relajo: antros de prostitución, calles donde se vende droga, banquetas llenas de pandillas de adolescentes.

El tiempo interno de la narración abarca sólo 36 horas para seguir la vida de Mónica, una niña de la calle que vende rosas. Bastan esas 36 horas para que el realizador colombiano presente un fresco de la vida de estos niños y el ambiente social que los rodea.



Esta cinta muestra el inframundo de los niños de la calle, con carencias, vicios y momentos solidarios; con sus conflictos, pandillas, sueños y emociones.

De Gaviria se había visto hace años Rodrigo D., no futuro, que mostraba el mundo de los infantes sicarios de Medellín. Ahora regresa al mismo lugar pero entre ambas realizaciones hay un mundo de diferencia.

Rodrigo D tenía graves deficiencias técnicas en su sonido, personajes desdibujados a pesar de lo cruento del tema, y no transmitía el ambiente en que fue realizada la cinta a pesar de ser locación. En síntesis, un esfuerzo fallido y una mala película.

Pero el cine colombiano no se rinde ni Gaviria tampoco. Una llaga social podía y debía ser analizada y captada por el cine. Seis años entre película y película marcan la madurez de Gaviria y la realización de un buen film sobre este dramático tema: el resultado es la conmovedora La vendedora de rosas.


Ya existían buenos antecedentes sobre los niños de la calle en el cine. El cinéfilo recuerda, por ejemplo, la cinta brasileña Pixote -cuyo niño protagonista murió después en la calle de donde salió-. Pero Pixote se sumergía gratuitamente en el tremendismo y el melodrama en varias de sus secuencias; al mostrar el problema caía en el amarillismo por la manera en que buscaba exponerlo.

Gaviria sorprende al espectador al esquivar estos obstáculos en los que con facilidad se puede caer por el tipo de problema a narrar.

El cineasta colombiano construye un guión y una película con datos reales pero no se regodea con ellos. Gaviria parece afirmar que el sólo hecho de mostrar la realidad tal cual es basta para sacudir al espectador. No se necesitan exageraciones ni en la forma ni en la historia para entregar un cuadro de la degradada situación en la que viven estos niños.


Gaviria no juzga ni hace moralina, no descubre villanos ni apunta el dedo; no exculpa ni condena a los niños... Las conclusiones debe sacarlas por si mismo el espectador, que tiene que reflexionar sobre este asunto.

Las 36 horas de la vida de Mónica engloban un amplio espectro de personajes, que no son tipos ni símbolos ni representaciones. Al usar el viejo método neorrealista italiano de usar actores no profesionales y del lugar para representarse a sí mismos, Gaviria logra una autenticidad poco usual en el cine latinoamericano.

De esta forma el colombiano nos hace recorrer un trozo de realidad que sacude. De pronto, el espectador contempla problemáticas adultas muy álgidas encarnadas en cuerpos de 9 a 14 años: promiscuidad, seducción, celos, soledad, desamparo, los inicios de la prostitución, la drogadicción abierta y conocida por todos los lugareños.


Pero no todo es totalmente negativo... Enmedio de las alucinaciones por el pegamento -por el chemo, dicen en México-, los niños se ayudan en medio de sus peleas, discuten de sexo mientras venden los patines de la hermana, no piensan en los padres pero reconocen a uno responsable cuando llega por su hija y demuestra un verdadero interés.

La frialdad y dureza frente a los extraños se disuelve hacia el interior del grupo, entre contradicciones. Un niño de 9 años promete hogar a una niña de 14, se busca acomodo a la recién fugada de su casa, se disfruta de breves momentos de juego infantil.


Gaviria no juzga pero presenta los distintos desenlaces posibles de estos niños de la calle. Desde la reintegración al hogar por una buena reacción materna (la niña que se fuga finalmente regresa a casa) hasta la muerte en la calle en un asalto frustrado (el Chiqui muere con un balazo en la espalda).

Entre estos dos extremos se desenvuelven otros personajes. La chica que le gusta el baile y coquetea con la prostitución pero es buena amiga; la niña drogadicta que mantiene un endeble liderazgo mientras muestra un lesbianismo incipiente y sólo quiere que no la olviden, la Cachetona que regresa a casa entre la nostagia de las compañeras; el chico que anda con varias niñas en el que despunta ya el gigoló de barriada; los niños que camellean entre los narcocapos de la zona. Y Mónica como el personaje central.


La vida de estos niños es centelleante. En las horas de la madrugada van y vienen entre los antros - bar - piqueras - burdeles. Sus puntos de reunión están donde se reúne la fauna nocturna. Su vida se desenvuelve en una velocidad mental y física que difícilmente se capta y entiende.

A esta velocidad se empareja la puesta en escena y el manejo de cámara de Gaviria. Una cámara que no se nota pero es participe de la acción, una muda testigo de los hechos que acompaña a los niños en su ir y venir incesante sin destino final porque el sueño los puede sorprender en cualquier parque.

En ese sentido, la cantidad de trabajo invisible para hacer la película debe ser considerable. Para recrear ese ambiente y lograr el efecto de frescura y verosimilitud que tiene La vendedora de rosas, Gaviria invirtió tiempo y esfuerzo. El resultado es fresco y aterrador.

Uno de los puntos es el manejo del lenguaje en diálogos que respetan la manera de hablar de estos niños. De hecho, la cinta tiene subtítulos traducidos al madrileño... pero para los latinoamericanos es más fácil seguirlos en el original porque muchos de sus elementos se comparten o son rápidamente comprendidos -el uso de gonorrea para designar peyorativamente a una persona, por ejemplo-.

La violencia cruel es ya un hecho cotidiano, tanto verbal como física. El tejido social está descompuesto, pero Gaviria no miente al decir que aun reina un orden: el del narcotráfico. Con sus leyes no escritas y su peculiar sentido del honor, el narco es una de las pocas organizaciones que funciona en ese medio depauperado. De hecho, cuando uno de sus miembros enloquece y exagera su conducta a un grado hiperviolento es cazado y eliminado. El sujeto es malo para los negocios.


¿Antecedentes de como una organización criminal llena los vacios del poder? La saga de El Padrino, de Coppola, es claro ejemplo.

Queda pues el personaje de Mónica, que condensa los problemas que viven estos niños.

Mónica viene de un hogar destruido por la muerte de la madre, arrojada a la calle. Aun vive ciertas ilusiones infantiles y nacen las adolescentes pero también confronta el acoso sexual de los adultos y el rechazo social. Mónica es otra de las historias posibles de una niña de la calle. El hecho de que sea el personaje central es porque focaliza como se va destruyendo una fina sensibilidad hasta hacerla pedazos.


Ante La vendedora de rosas, el público puede preguntarse cómo, si esta sociedad mexicana también tiene niños de la calle, es incapaz de permitir filmar a cineastas que, como Gaviria, presenten esta realidad con un discurso coherente.

Tal parece que las herramientas cinematográficas caen en manos de cineastas mexicanos muy capaces técnicamente, pero que gastan la oportunidad de filmar en historias distorsionadas, anódinas o francamente estúpidas. Tanto se quiere contar que se termina por no contar nada.

Y que decir de directores como Ripstein, que una y otra vez insisten en narraciones llenas de recovecos hasta llegar al solipsismo. Hay quienes lo defienden diciendo que en México no se le comprende por "sórdido". La vendedora de rosas demuestra lo falaz de este argumento. Colombia entrega una cinta que muestra lo sórdido real, sin juicios, sin falsas pretensiones, sin presionar ideologicamente al público. Gaviria sabe que lo mejor es que la realidad hable por sí misma, que la sordidez que transmite su película se captará como verdadera mientras menos trate de manipularla. Esta es la lección de Roberto Rossellini.


La "sordidez" de Ripstein es sencillamente falsa. Como lo atestiguan El evangelio de las maravillas y El coronel no tiene quien le escriba, dicha "sordidez" ripsteiniana es resultado de la presión ideológica del realizador sobre su público, y del manipuleo de los datos provenientes de la realidad. En fin, allá él y los críticos que lo defienden. Cada quien ve el cine que se merece.

Y como cada quien tiene el cine que se merece, hay que aplaudir que Colombia sea capaz de filmar su realidad social por más sórdida que sea. Hay que celebrar que una cinematografía latinoamericana de testimonio de las dificultades en que vive uno de sus sectores sociales más desprotegidos.

LA VENDEDORA DE ROSAS. Producción: Producciones Filmamento, Erwin Goggel, Silvia Vargas, Pierre Cottrell, Sergio Navarro. Dirección: Víctor Gaviria. Guión: Carlos Eduardo Henao, Diana Ospina y Víctor Gaviria, inspirado en La Vendedora de Cerillas, de Hans Christian Andersen. Año: 1998. Fotografía en color: Rodrigo Lalinde. Música: Luis Fernando Franco. Edición: Agustín Pinto. Intérpretes: Leidy Tabares (Mónica), Marta Correa (Judy), Mileider Gil (Andrea), Diana Murillo (Cachetona), Liliana Giraldo (Claudia), Alex Bedoya (Milton), Yuli García, Elkin Vargas, John Fredy Ríos, Robinson García. Duración: 120 minutos. Distribución: Latina.