24 diciembre 2014

Blancanieves, de Pablo Berger. Por Angélica Ponce.

Blancanieves y los toros en tiempos políticamente correctos

Angélica Ponce.


Blancanieves, de Pablo Berger, pudo ser una gran película. La fotografía (Kiko de la Rica) y la música (Alfonso Vilallonga) son bellísimas. Las actuaciones magistrales. El ritmo impecable. Todo es perfecto hasta que el director decide traicionar su historia.

Como una adaptación libre del cuento de los hermanos Grimm, el filme de Berger está ambientado en la España de los años 20 del siglo XX, donde el flamenco y las corridas de toros son el pan de cada día. Con pinceladas de misticismo y horror, la magia se humaniza y se vuelve verosímil. Los ritos y las supersticiones redondean esa atmósfera lúgubre y perversa que encierra la historia, harto conocida, de la madrastra que odia e intenta matar a su hijastra.



Todo comienza con una encerrona. Antonio Villalta (Daniel Giménez Cacho), tras su ofrenda a la virgen, impecablemente vestido de luces desafía la tarde lidiando seis astados. Su embarazadísima musa, la bailaora Carmen de Triana (Inma Cuesta) lo acompaña desde la barrera.


Capote, muleta y espada se convierten en una extensión del diestro, para mostrar toda la belleza y arte que caben en el toreo. Cinco toros magníficos, bien puestos y nobles, más un sexto que, no por ser mal bicho, su nombre anuncia tragedia: Lucifer… Y ahí está. Un flash ciega a la bestia, cabecea y con sus astas ensarta el cuerpo de Villalta para convertirlo en guiñapo. La histeria se apodera de los tendidos. Carmen se ofusca. Se adelanta el parto. Torero y amante son llevados a la enfermería. Angustiosas horas. Nace Carmencita (Sofía Oria, niña / Macarena García, adulta). Muere la madre. El padre tetrapléjico renuncia a su cría. Doña Concha (Ángela Molina), la adopta. Y Encarna (Maribel Verdú), la guapa y ambiciosa enfermera, consigue marido.


La infancia de Carmencita es buena, junto a su abuela crece feliz. Las ausencias apenas importan. Igual ama al padre que casi no conoce y se comunica con su madre a través del flamenco. Mientras un simpático gallo, llamado Pepe, la hace de su compinche. Viene entonces la muerte de doña Concha. Carmencita es reintegrada al seno paterno, donde Encarna, como dueña y señora de la residencia Villalta, somete a la pequeña a todas las vejaciones de las que ya fue víctima don Antonio, desde el aislamiento hasta la tortura psicológica. Sin embargo, es aquí donde la niña se hace torera cuando a hurtadillas aprende de su padre el Arte de Cúchares y entrene los lances que lo consagraron en los ruedos.


Siguiendo los cánones del cine mudo, la fotografía en blanco y negro enfatiza el dramatismo de las escenas mientras se rinde al fashionismo de la época. El universo flapper con un toque flamenco, se mimetiza en la silueta de Encarna y la vemos posar ante la cámara y los pinceles. Plumas, cortes rectos o silueteados, sombreros y un maquillaje profundo la transforman en la femme fatale capaz de hacer que Genaro, su amante (Pere Ponce), mate por ella y redondee la obra que ella misma inicia con el sacrificio de su marido.


Tras “caer” de las escaleras, Antonio Villalta vuelve a vestirse de luces para grabar, ante la lente mortuoria, el tétrico desfile de personajes que quieren guardar una estampa del acompañamiento que dan a su cuerpo inerte.


Con el duelo acuestas, Carmencita es llevada a campo abierto por Genaro para terminar con su vida. Ahí la lascivia del chófer deja en intentona la muerte de la joven. Tras un forcejeo en el río, ella pierde la conciencia y él abandona el cuerpo que será rescatado por Rafita (Sergio Dorado), miembro de la troupe de toreros enanos que la adoptará como la Blancanieves española. Josefa (Alberto Martínez), Jesusín (Emilio Gavira), Manolín (Michal Lagosz), Victorino (Jimmy Muñoz) y Juanín (Jinson Añazco) completarán el cuadro de seis, que en un juego con la historia popularizada por Disney, elevarán a siete en el cartel de presentaciones taurinas.


Entre idas y venidas por cosos provincianos, donde vaquillas y becerros hacen la suerte de lides de comedia de la compañía, un día Blancanieves debuta y se convierte en todo un fenómeno taurino que se extiende rápidamente por España. Lo que se augura como éxito, la sucumbe a los oscuros intereses del apoderado don Carlos (José María Pou), ante su analfabetismo, y al odio renovado de Encarna, que la descubre viva. Ya para entonces se respira un sutil ánimo romántico entre Rafita y Carmencita.


Bajo la promesa cumplida de partir plaza en la Real Maestranza de Sevilla, Blancanieves toma los trastos para enfrentar una vaquilla, sin saber que Jesusín, maldiciendo su suerte, opta por aleccionarla enfrentándola a un astado. Poco antes de abandonar el túnel, vestida de luces y con la cuadrilla a sus espaldas, es descubierta por don Martín (Ramón Barea) quien le reconoce como la hija del maese Antonio Villalta.

Mientras el rumor se propaga por los tendidos, la diestra experimenta en flashblack su vida antes de la troupe. El toro en franca carrera se detiene para plantarle cara, en un cuadro irreal donde Villalta, como el Carmelo del pasodoble de Agustín Lara, se asoma desde el cielo para verle torear. Con desazón y lacrimosa, Blancanieves parece renunciar. Da la espalda al bicho y se encamina a tablas, entonces recuerda una de las máximas del toreo, dichas por su padre: jamás apartes la vista del toro. Un instinto compartido hace que el astado y ella vuelvan a encararse. Carmencita toma el capote y sujetándolo con las dos manos provoca al bicho. Se queda inmóvil y espera el embiste. Agita lentamente el trapo y hace pasar las astas junto a su cuerpo. La euforia cimbra el coso. Se cambian los trastos, llega la muleta y la espada. Y entonces la historia se jode.


Si bien es cierto que la ficción se toma licencias para contar una historia, nunca será válido traicionar los principios que la hacen verosímil o refuerzan un contexto.

En el toreo español no puede existir mayor encumbramiento que la muerte del toro, sobre todo si habla de esa férrea y fiel taurómaca de los años 20 que, durante siglos, siempre se opuso a la prohibición o modificaciones en las lidias por acuerdos reales, bulas papales o intereses políticos.

Aunque el toreo ha eliminado algunos elementos de su fiesta, como la muerte de los caballos por el choque directo con los toros durante la suerte de varas, el indulto es una adopción más o menos reciente, de hecho el primero en realizarse en la Maestranza de Sevilla fue el 12 de octubre de 1965, así que pensarlo 40 años antes es imposible.

Una corrida de toros es una tragedia, en la que aparece inevitablemente la muerte del astado. Nunca un combate igualitario entre hombre y bestia. Si el diestro no puede matar al bicho en los 15 minutos que dura la lidia, se aleja al astado del ruedo, escoltado por cabestros –como un deshonor para el torero–, para concluir con su vida en los corrales.

Luego entonces, si lo más importante en una faena es entrar a matar ¿por qué crear una Blancanieves torera de los años 20, del siglo XX, que no se encumbra con la suerte máxima?


Tras este tropiezo, la cinta corre hacia su final con la manzana envenenada que sumerge a Carmencita en el sueño casi mortuorio, mientras Encarna muere en los corrales del coso sevillano. Sin declarar abiertamente que Rafita sea el príncipe azul de la doncella, será bajo su cobijo que Blancanieves reviva, cada noche, en espera del beso que la saque de su letargo.


Blancanieves, escrita y dirigida por Pablo Berger.
Fotografía: Kiko de la Rica.
Música: Alfonso Vilallonga.
Duración: 90 min.
Obtuvo 10 Goya de los 18, en 2012, que da la Academia de Cine Español a lo mejor de su cinematografía.